ESCRITO TOMADO
DE INTERNET
Coronel (Ej-Ven) Manuel
A Ledezma Hernández
La carta anexa abajo, fue tomada
de internet. NO ES DE MI AUTORÍA, pero
comparto íntegramente su contenido… ¡ojalá exista ese militar que la escribió!, no olvide usted que soy el
presidente vitalicio del club “Los románticos
pendejos”.
De cualquier forma, ES LECTURA OBLIGATORIA para todos los
militares en servicio activo y para muchos
EN SITUACIÓN DE RETIRO que,
ahora, después de viejos, son fervientes defensores de este
desastre de des-administración que padece la patria venezolana.
Noviembre, 07 de 2014
MENSAJE DE UN HOMBRE AVERGONZADO QUE DESEA SENTIRSE MILITAR
Juan
Carlos Sosa Azpúrua.
Nací
en un hogar de venezolanos que aman a su país. De niño jugaba al aire libre y
papá me llevó dos veces a la playa para que pescáramos juntos. No olvido su
uniforme reluciente y las historias que me contaba mi mamá sobre sus proezas,
hasta que fue asesinado en Machurucuto, combatiendo a los invasores cubanos que
pretendían envenenar nuestro estilo de vida con su ideología resentida, plagada
de taras inconfesables.
Al
cumplir los dieciocho años, me alisté en el ejército y allí me hice parte de un
universo de personas que como yo estaba dispuesta a dar la vida por los valores
que nos inculcaron en casa, y que tenían que ver con la decencia y el respeto a
una historia donde abundan las anécdotas heroicas, de hombres entregándose a la
tarea más noble: la defensa de la libertad y el cuidado de nuestra soberanía
nacional.
Como
soldado recorrí la geografía patria, entrando en contacto con mucha gente
buena, que me expresaba cariño, haciéndome saber con su respeto que yo
representaba con mi uniforme algo importante; y me sentía orgulloso. También
ese verde oliva, y las botas negras, tenían un efecto embriagador en las
muchachas que salían conmigo, sonrío cuando me acuerdo de los piropos, ¡qué
tiempos aquellos mi hermano!
Pasaron
los años y también se acumularon las buenas experiencias, cuidábamos las
fronteras, evitábamos que la narco-guerrilla hiciera de nuestro suelo un campo
para cultivar sus vilezas. Me sentía poderoso con aquel uniforme, porque cada
vez que me lo ponía mi pecho se inflaba con sentido de responsabilidad, el peso
de ser el garante de la seguridad de tanta gente inocente, y la consciencia de
ser el heredero del prestigio de mis ancestros, que derramaron su sangre por
nuestra nación, que es la de Francisco de Miranda y Simón Bolívar.
Llegaron
los ochenta, y mis compañeros militares, hermanos del componente naval,
cumplieron su deber. Muy en alto pusieron el pabellón criollo, haciendo
retroceder al Caldas, y Colombia se nos paró firme. Le
recordamos al mundo que nuestras Fuerzas Armadas eran una institución seria,
que nosotros no éramos un chiste.
En
los noventa, un grupito de traidores, salidos de nuestras filas, demostraron
que su fidelidad no era con Venezuela, que su juramento se lo prestaron al
asesino de Fidel Castro. Afortunadamente allí logramos detenerlos, pese a los
cientos de caídos que pagaron con sus vidas el haber sido engañados por esos
traidores, que les pusieron en jaque mintiéndoles sobre las razones de sus
acciones.
Pero
esta traición era más universal de lo que jamás sospecháramos. Demasiados
sectores, y no solo militares, estaban involucrados en la conspiración contra
la democracia, y se activaron procesos terribles que como un espiral infernal
se llevó todo por delante, penetrando el núcleo de nuestra nación, para incubar
allí el virus mortal que destruyó la institucionalidad de Venezuela. A partir
de esa catástrofe, lo demás sucedió rápidamente.
El
traidor mayor, ese cobarde que se acurrucó en el Museo Militar, llegó a la presidencia y desde allí le abrió
las puertas a Fidel Castro para que hiciera con nuestro país aquello que evitó
mi padre y sus compañeros de armas, que les costó la vida y a mí me dejó
huérfano, aunque orgulloso de ser hijo de un héroe.
He
sido testigo silente del cómo han pervertido los valores por los que me hice
militar. Tantos aquí adentro le han
entregado su alma al diablo, a cambio de riquezas materiales que nunca
compensan aquello que se vende, porque no existe nada en este mundo que se
equipare a la paz de la consciencia. Yo
he tenido que vomitar muchas veces, mi orgullo se ha visto humillado de la peor
forma.
Me
veo al espejo y me repito incesantemente que esos que se corrompieron no somos
todos, le digo a mi hijo y esposa que estén tranquilos con eso, pero confieso
que yo no lo estoy. Ponerme el uniforme
ahora no es lo mismo que antes. Camino por la calle y siento las miradas de la
gente, algunos se atreven y vociferan a todo pulmón lo que piensan de mí y de
mis compañeros... sí, yo también siento eso, no puedo mentirles, yo soy un
hombre avergonzado, tengo mucha vergüenza de llevar hoy este uniforme, porque
me siento disfrazado, y no es justo con mi padre, ni con mi hijo, ni conmigo
mismo, pero tengo una responsabilidad y la asumo, porque si me excuso entonces
allí sí que dejaría de lado completamente aquello que me inculcaron en casa,
eso de la responsabilidad individual es algo que me tomo muy en serio y no hay
orden superior que aligere el peso del deber que tengo como hombre.
Sé
que muchos de mis compañeros han deshonrado nuestra razón de ser. No hemos
defendido nada de lo que significa ser militar. La soberanía está hecha pedazos
de tanta violación, nuestro territorio colonizado por criminales que responden
a los hermanos Castro y a los carteles de la droga. Los cuarteles se parecen tanto a los
burdeles, que es difícil separar el oficio de puta con el de tantos oficiales
de nuestro alto mando. Para colmos, se han formado ejércitos paralelos, nos
recortan los presupuestos e inventarios para orientarlos hacia la delincuencia
común. Hemos dejado que las calles se siembren de malandros armados con equipos
de guerra, y lo peor, muchos de nosotros hemos usado rifles y bombas para
atacar a la juventud inocente, mientras cerramos los ojos con las caravanas de
asesinos y ladrones que desfilan frente a nuestras narices y que están en las
filas que nos identifican como institución.
Sé
muy bien que nada de esto es correcto. Cada vez que veo a mi hijo siento una
corriente en las entrañas, y mi cuello me pesa. Las mañanas, cuando me visto
con el uniforme que alguna vez equiparé al de mi padre, lo siento más como un
disfraz. Ya no camino por la calle, hace un tiempo que no visito un centro
comercial sin asegurarme primero que voy con el camuflaje de civil.
No
soy como los traidores, yo no soy un traidor, pero ya no puedo mentirme a mí
mismo creyendo que eso es suficiente.
Hay algo más que tengo que hacer, sigo siendo militar y eso no es cosa
de juego. Como militar tengo un deber que no estoy cumpliendo, hay una cuenta
pendiente que no he pagado y sus intereses se han acumulado en proporciones
indecentes.
Esta
deuda es con la bandera tricolor que juré defender y que hoy está pisada por
una tiranía extranjera, que envilece todos los valores que fundamentan mi
nación; la deuda también es con mis compatriotas civiles que no tienen el
entrenamiento ni las armas que a mí me confiaron, precisamente para que los
protegiera de todo lo que está pasando. Esta obligación es con mi padre, que
como les dije entregó su vida para honrar su casta militar, para que Venezuela
fuera libre y no esclava; la deuda es igual con mi hijo, no quiero que vea a su
padre y sienta la vergüenza que yo ya no puedo esconder... y, finalmente, esta
deuda es con mi consciencia, porque yo no me hice militar para esconderme de
los espejos, con miedo de que mis ojos proyecten lo que a diario trato de
silenciar.
Sí,
yo soy militar, y un militar tiene responsabilidades que no estoy cumpliendo.
Juré defender tantas cosas que hoy están en manos de criminales y ya no puedo
más.
El
domingo pasado visité la tumba de mi papá y me arrodillé llorando, sí, se los
digo sin pena, lloré como un niño que traicionó la memoria de un héroe. Pero al rato me sequé las lágrimas y me puse
de pie haciendo el saludo de rigor al hombre que me enseñó a pescar y me dio
una razón de vida. Aunque enterrado, su ser fallecido estaba allí vivo,
hablándole paradójicamente a alguien que, aunque vivo, está muerto por dentro,
a ese cadáver que soy yo y no quiero serlo más.
Salí
del cementerio resucitado por aquel encuentro, sintiéndome nuevamente
militar. Juro por todos los santos que
jamás volveré a traicionarme.
Camino
hacia el cuartel y llevo un mensaje a mis compañeros de armas:
Somos militares... actuemos como
tales. Es hora de honrar nuestro
uniforme y ser hombres completos... ¡Recuperemos la Libertad de Venezuela!
@jc