Para el Coronel (Ej.) Mervin Ordoñez Machado,
el mejor piloto con el que yo haya volado.
Por: Antonio
Guevara
La aeronave ronroneaba en sus
motores en la cabecera de la improvisada pista del asentamiento indígena, muy
cerca del caño Colorado en el estado Bolívar en la ruta hacia Los Pijiguaos.
Mientras el piloto, el Capitán (Ej.) Mervin Ordoñez Machado hacía el protocolo
de despegue, quien hacía de copiloto el general de división (Ej.) Alfonso
Romero Romero, comandante de la quinta división de infantería de selva y de la
guarnición militar de Ciudad Bolívar conversaba, casi a gritos, con el Capitán
(Ej.) Gerson Monsalve Guerrero, comandante de la Batería de Morteros de 120 mm,
asentada en Maniapure estado Bolívar. Le daba unas instrucciones para la
instrucción de morteros a la tropa.
El general resentía aún, que los infantes
se hubieran dejado quitar por los artilleros el sistema de morteros de 120 mm.
Los conocía al dedillo en su funcionamiento y escuela de pelotón y compañía.
Tanto como los de 81 mm con los que arrinconaba en preguntas a todos los
infantes en los cursos y los raspaba. Sentado en la última línea de puestos del
YV 8226 del Ejército, Monsalve Guerrero peleaba con las cerbatanas, frascos de
chuchuguaza, aceite de seje y de palo de arco que se trasladaban como compras y
regalos de comando para el general mientras trataba de responder lo poco que
oía del general. El motor de la aeronave seguía las instrucciones del capitán
Ordoñez. Eran las 10:20 horas del 9 de marzo de 1987.
El día anterior, el general, uno de
esos infantes de permanente uniforme de campaña y de manual de táctica general
en la mano, había estado pasando revista de comando a la unidad, enclavada en
lo más profundo de la selva, entre Caicara de Orinoco y Los Pijiguaos. Incluso,
mientras colgaba su hamaca, en descampado, en la tribuna del patio de
formación, se permitió una clase de escuela de compañía de morteros que dejó a
Monsalve con los ojos claros y sin vista. A los artilleros no les gusta que la
batería la mencionen como compañía. Entre derivas, azimuts, granadas, fuego de
eficacia y puesta en batería de la unidad, se fue una larga conversación de
campaña, en plena selva amazónica, entre mecidas y mecidas de la hamaca y el
enjambre de puri puri, y después de una jornada de truco.
Así era la vida militar. La
verdadera vida militar que conocí.
El asiento intermedio de la Cessna
307T coronaba otra conversación entre el teniente coronel (Ej.) Luis Roberto
Ortiz Parra, comandante del batallón de ingenieros de combate Contralmirante
José María García, acantonado en Puerto Ayacucho y el Mayor (Ej.) José Oscar
Hernández Acero, ayudante protocolar del general Romero. Hasta que Mervin,
liberó los frenos con el motor a la máxima potencia, bien centrado en la pista
y con la velocidad suficiente para obtener sustentación. En ese momento todos
se persignaron y mantuvieron un profundo silencio, esperando que la aeronave
levantara el vuelo, dejara atrás la comunidad Panare y el caño Colorado, y se
estabilizara en crucero, rumbo al aeropuerto de Caicara de Orinoco.
El 8 de marzo de 1987, en horas de
la mañana, después de la parada y el protocolo reglamentario, el general
recibió en la sala de operaciones, una explicación bien abundante del capitán
Monsalve. La misión de la unidad, el desarrollo del plan con las misiones
asignadas, el área de concentración y despliegue de la batería y como se apoyaría
a las unidades de maniobra en caso de activarse la hipótesis de conflicto del
sur. El general fue muy incisivo con el nivel de apresto de la unidad, la
dotación, el entrenamiento, las plazas vacantes, el estado de la moral de las
tropas, el uniforme, el régimen de salidas y recreación, la alimentación, la
alimentación, la alimentación, la a li men
ta ción de la tropa y el pago de la ración. Después de eso hubo una
puesta en batería de la unidad y el general hizo las observaciones
correspondientes con una precisión de artillero y la sabiduría de un infante.
Conocía su trabajo al detalle y estaba en capacidad de hacer observaciones que
aceptó Monsalve con la disciplina de un soldado. Después de finalizada la
jornada formal, hubo la posibilidad de distender un poco la visita protocolar y
relajar el pesado ambiente castrense de una inspección. Era el momento de la
cordialidad entre colegas, sin la barrera de los soles y la formalidad de los
tres pasos, el permiso para continuar y la vista al frente, que separan a un
superior de un subalterno en el medio militar. Era el momento de compartir a
644 kilómetros de la capital, en pleno inicio de la selva amazónica, lejos de
la complicación citadina, pero en contigüidad, a pesar de todo, de la
disciplina, la obediencia y la subordinación que caracterizaron a las Fuerzas
Armadas Nacionales que yo conocí y viví.
La institución armada cuya armazón
era solo el artículo 132 de la carta magna y todos los artículos de la LOFAN,
sin olvidar que bien cerquita, casi debajo de la almohada de donde dormíamos,
estaba el Reglamento de Castigos Disciplinarios número 6. Lejos de consignas
políticas, de personalismos y cerca, muy cerca del cumplimiento de sus misiones
constitucionales.
Esa fue la institución armada que
conocí y a la que serví profesionalmente.
En esas brumas andaban los 4
pasajeros cuando el motor de la avioneta tosió. No dio tiempo a un
padrenuestro, ni siquiera a levantar el brazo para persignarse nuevamente. Solo
vieron acercarse rápidamente la inmensa copa del frondoso e inmenso samán
brasileño o parduzco que presidia el final de la pista y posarse con la fuerza
de la gravedad, la aeronave. De allí, a aturdirse y atontarse con el coñazo,
solo medió la adrenalina que los inundó desde la cabeza a los pies, a todos.
Entre la conmoción solo la firmeza, el aplomo y la serenidad de Ordoñez
contrastó con el resto. Con frialdad de piloto apagó el sistema y aplicó su
protocolo del caso, pasó revista a los pasajeros y al final se chequeó de
heridas. Solo una herida en la cara del general Romero, el susto de Ortiz Parra
y el estupor de Hernández Acero. Una rama atravesó el fuselaje y abrió las
piernas de Monsalve casi a punto de caparlo. Mientras cabalgaba a la rama, el
susto le cerraba la boca y le abría los ojos.
La avioneta humea y gotea
combustible a 15 metros sobre la copa del samán. Con cada gota que se desliza
por el fuselaje, este chisporrotea ardiendo. Mientras, los indígenas, que
habían observado todo, se mueven apresurados para el rescate. El general Romero
saca la PGP y ante la magnitud de lo posible señala “antes de morir abrasados,
es preferible pegarse un tiro”. El Capitán Ordoñez, con más horas de vuelo que
el general, lo convence de guardar el arma y desde esos 15 metros de la copa
del samán brasileño se empieza una maniobra de rescate, moneando, con todos los
indígenas Panare de la comunidad, que al final resulta exitosa.
Este es un episodio verídico, que
resume a una institución y sus oficiales, dedicados al cumplimiento de sus
responsabilidades constitucionales. Allí hay una historia, pero también un
pedazo de la nacionalidad y de la constitución. Allí hay 916.445 kilómetros
cuadrados de honor.
Esas eran la Fuerzas Armadas
Nacionales (FF.AA.NN.) antes de 1998. Las mismas que estuvieron combatiendo
la guerrilla castro comunista durante 10 años y tuvieron éxito, las mismas que
derrotaron las asonadas del El Porteñazo y El Carupanazo e hicieron frente a la
incursión colombiana de la ARC Caldas en 1987 y la hicieron retroceder.
Esas son las Fuerzas Armadas Nacionales
(FF.AA.NN.) que yo conocí y a las que serví.
Con el Coronel Mervin Ordoñez,
después, volé como Comandante del Batallón de Infantería de Selva general
Rafael Urdaneta de Caicara del Orinoco, con toda la confianza del mundo, por
todos los puestos fronterizos del estado Amazonas y Bolívar. Incluso recuerdo
haberme llevado a la mujer y los tres hijos para el puesto de Parima B
muy cerca de donde nace el Orinoco. Donde nace Venezuela.
Esas son las Fueras Armadas
Nacionales (FF.AA.NN.) que yo conocí.
¿No voy a estar orgulloso de ellas?
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